Cada uno tiene su historia de vida, yo quiero compartir con vosotros la mía.
Nací en 1966 en una familia
trabajadora y que tuvo que salir de su pueblo para buscarse la vida, trabajando
lejos de sus raíces.
Cuando tenía nueve años mi
familia volvió a su pueblo, pero yo me sentía extraño, no estaba en el ambiente
donde me había criado.
Además, en aquella época los
padres no tenían tiempo para pasar horas con los hijos (me rio de la
conciliación familiar jajaja), había que trabajar para sobrevivir.
Un verano aparecieron un grupo
de seminaristas por allí, jugaban con los chavales (yo era uno de ellos) y
llevaban un aire nuevo que a mí me atrapó.
¿Por qué no metemos al niño en
el seminario y le proporcionamos una formación? Les propusieron los
responsables a mis padres.
En septiembre de 1978 subía unas
escaleras que para mí eran inmensas, en un edificio inmenso de piedra de
Villamayor, y cuando llegaba arriba había un señor muy moreno, muy feo y
chiquitito, sentado en el suelo, y que nos dijo: Buenos días, Soy Antonio, el
educador de su hijo. Yo estaba asustado…me sacan de casa, me traen a un sitio
extraño, y un señor feísimo me dice que es quien va a estar conmigo, menuda
papeleta.
Sin comerlo ni beberlo,
comienzo a convivir con un montón de gente que viene de distintos pueblos en el
seminario, de distintos barrios en el Rodríguez Fabrés y en el Torres
Villarroel, chicos, chicas, chiques, transeúntes, alcohólicos, drogadictos,
monjas, curas, pero que seminario es éste.
Para colmo además de las
clases, la limpieza diaria, los turnos de servicio de comedor, las oraciones de
la mañana y noche, las misas de la tarde (solo iba lo miércoles que era de
comunidad jajaja), nos ponen otras cosas: Escuela de la Vida y estudio del
Evangelio. No entiendo nada. (LO ENTIENDO AHORA, CINCUENTA AÑOS DESPUÉS)
En este ambiente transcurre mi
niñez y adolescencia (con todo lo que eso conlleva) y van pasando los años, y
aquel señor moreno, feo y chiquitito estuvo conmigo para lo bueno y para lo
malo.
Como complemento a nuestra
formación salíamos a los distintos barrios de Salamanca para participar en
catequesis, grupos de niños y jóvenes... y yo seguí al señor moreno y chiquito a
un barrio que estaba lejos, de casitas bajas y de gente humilde y trabajadora
que salieron de sus pueblos en busca de una vida mejor y que construyeron un
sitio donde nada sobraba, pero todos aportaban su grano de arena para formar un
barrio con mucha vida.
Allí me sentí acogido y
querido, y marcó el resto de mi vida de una forma muy importante.
Junto a Antonio conocí a la
gente del barrio, sus familias, sus mayores, sus jóvenes, sus niños, y a otra
mucha gente que como yo fue pasando por una casa abierta a todos, donde se vivía
por y para los demás, sin importar la hora o el día de la semana. Donde se
cuidaba el proceso vital de cada uno de los que estábamos allí y donde todos
recibían y aportaban algo, siempre con la idea de construir, pero alguien
siempre iba por delante, marcando el camino no con leyes sino con su vida:
Antonio Romo
Junto a Antonio conocí el amor
incondicional hacia los demás, y también el amor de pareja y la construcción de
un proyecto de vida en común con la creación de una familia, asentada en los
valores vividos durante tantos años.
En todos los momentos
importantes de mi vida Antonio ha estado junto a mí, de forma presencial en
muchos, y de forma espiritual en muchos otros, y lo bueno es que sigue estando.
Estoy convencido que, si
Antonio no hubiera estado sentado en aquella escalera del seminario, mi vida
hubiera discurrido de otra forma, ni mejor ni peor, nunca lo sabré. Pero lo que
sí sé es que desde aquel día y hasta hoy, ha sido la referencia de un padre
bueno, que siempre está ahí sin decir nada, pero diciéndolo todo con su ejemplo
de vida, sus risas, sus cabreos, sus gestos.
No quiero darte las gracias,
porque sé que no las necesitas. Se que en todo momento actuaste como lo que
eres. Un Hombre Bueno.
Hasta mañana Antonio. Que descanses.
Ramón
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